Siguiendo las tendencias de los estados liberales europeos, la práctica totalidad de la producción de la historiografía española hasta mediados del siglo XX se hizo desde una óptica nacionalista, construyéndose a partir de los segmentos, acontecimientos, datos, citas o textos que potencialmente tuvieran una coherencia nacional y que presentasen una significación por sí mismos, eliminando los elementos turbadores o incómodos para el encaje necesario en el devenir histórico de España como elemento unitario. Para ello disponía de precedentes bien antiguos, desde los textos visigodos y el corpus cronístico medieval, particularmente completo en los reinos de Asturias, León y Castilla, sin que faltaran tampoco materiales de los reinos orientales de la Península. La unificación de los reinos bajo la Monarquía Hispánica de la Edad Moderna trajo consigo una continuación del trabajo cronístico desde una perspectiva hispánica, en que tuvo un papel decisivo la aparición de la monumental Historia de España del Padre Mariana. Se institucionalizó el oficio de historiador, con las figuras del Cronista mayor, el Cronista de Indias y a partir del siglo XVIII la Real Academia de la Historia.
No era por tanto una novedad que se demandara de la historia una función ideológica, lo que ocurrió es que a partir del siglo XIX se centró en explicar y catalizar la realidad estatal y nacional explicitada desde Constitución de Cádiz y proporcionar la necesaria cohesión social. Trató por tanto de hilvanar los hechos acaecidos en la península para corroborar una genealogía de España como nación, con un pueblo dotado, desde la más remota antigüedad, de una trayectoria vital común. La Historia se convertirá así en el soporte para construir el relato natural de España como nación.
No es concebible para esta metodología analizar los hechos históricos desde una visión plural, compleja ni —mucho menos aún— contradictoria con el punto de vista unitario. Fueron en gran parte obviados los procesos históricos rivales, las memorias alternativas que se irían construyendo desde los nacionalismos periféricos; pues de la misma manera tanto en el País Vasco como en Cataluña se desarrolló también el mito y la leyenda en torno a diversos personajes que debían encarnar la esencia de sus pueblos ancestrales que se hicieron remontar a la antigüedad clásica o más allá.
Siguiendo ese objetivo, en las décadas centrales del romántico siglo XIX los historiadores hicieron realidad la visión compacta de un pueblo español dotado de ingredientes perennes, de una esencia española mantenida inalterable desde Indíbil y Mandonio. Esta lista de héroes de la Patria, encarnaciones del carácter nacional español o genio de la raza, nominaría tanto a Recaredo y Guzmán el Bueno, como a Roger de Lauria, el Cid, Wilfredo el Velloso, Fernando III el Santo, Jaime I el Conquistador, Hernán Cortés, Juan Sebastián Elcano, Daoíz y Velarde o Agustina de Aragón. Incluso se encajó en esa lista de "españolidad", sin mayor dificultad, tanto a los emperadores hispano-romanos, como Trajano o Adriano, como al rebelde lusitano Viriato.
Más resistencias tuvo la españolidad de Cristóbal Colón, que era simultáneamente objeto de reclamación por Italia (con la inestimable ayuda de la emigración italoamericana, tanto en Estados Unidos como en Argentina). Incluso la localización exacta de sus huesos fue objeto de vivos debates entre Cuba, República Dominicana y España, que apostaba por el aparatoso mausoleo que se construyó en la Catedral de Sevilla.
La popularización de estas figuras históricas llegó a extremos kitsch, como esta poesía, que se divulgó en miles de recordatorios de nacimiento que se vendían hasta no hace muchos años:
Cunas humildes, al nacer mecieron,
vidas que asombro de los mundos fueron:
Fernando e Isabel, ¡pecho y cabeza!,
forjaron de un Imperio la grandeza.
Colón, humilde en ambición suprema,
añadió un nuevo mundo a su diadema.
Cervantes, pobre, con virtud notoria
da a España con su pluma eterna gloria.
Velázquez, sin soberbia, al orbe inquieta
con la luz singular de su paleta;
Y Pizarro y el Cid dan los mejores
destellos de que son conquistadores.
¿Qué gloria a su ascendencia enternecida
no dieron estos hombres con su vida?
Pon el primer jalón de este camino
regalando a tu hijito un pergamino.
La institucionalización de la ciencia histórica, incluyó hitos importantes, como la creación de la Biblioteca Nacional y el Archivo Histórico Nacional. Un papel importantísimo tuvo la inclusión de la historia en los planes de estudios, tanto a nivel de la enseñanza primaria como de la media, prevista en el Plan Moyano. Las corrientes liberal (hegemónica a mediados del siglo XIX: Modesto Lafuente, Juan Valera,) o reaccionaria (Marcelino Menéndez y Pelayo, que se impone desde finales del siglo XIX) no tendrán diferencias en cuanto a su incuestionada identificación con España como nación; sino en cuanto a la consideración concreta de la personalidad de ésta: resistente a la opresión para los primeros (identificada con unos idealizados Comuneros o con la mártir de la libertad Mariana Pineda), católica e imperial para los segundos (luz de Trento, martillo de herejes, espada de Roma, mejor representada por Isabel la Católica o Felipe II). La españolización de figuras de un pasado remoto, incluso mítico, no se limitó al siglo XIX: en plena transición, y con una metodología muy personal y divergente Fernando Sánchez Dragó obtuvo el Premio Nacional de Ensayo por Gárgoris y Habidis. Una Historia Mágica de España (1978, premiado en 1979).