5.8.09

Edipo, una memoria

Edipo es el nombre de una gran inversión del sentido. Nadie como él encarna la paradoja de la célebre máxima délfica: “Conócete a ti mismo”. ¿Por qué una orden tan absurda? ¿Cómo podría uno escapar a la propia mirada? Edipo es la respuesta a estas preguntas. Con él la identidad -lo que tenemos más cerca, lo que mejor conocemos- se vuelve un problema. Lo más visible ya no se distingue de lo más secreto. Lo que parecía tan sencillo se vuelve una búsqueda sin fin. Lo trágico resulta inherente al bien más íntimo del ser mortal: la propia conciencia. La historia de Edipo es la del ser humano como desconocimiento original, o la del “Conócete a ti mismo” como exhortación paradójica y tarea infinita. Edipo tiene que investigar sus orígenes, no puede ni quiere dominar la energía de su deseo de saber. Su lucidez es inseparable de la ceguera. Así como en el fondo de toda retina hay una mancha ciega, insensible a la luz, que corresponde al lugar donde el nervio óptico abandona el ojo para adentrarse en el cerebro, del mismo modo el pensamiento lleva consigo a todas partes un punto focal que está fuera de su alcance pero sin el cual no existiría. En tal sentido, el antiguo rey de Tebas, y la fuerza investigadora de su pensamiento, se yerguen en el umbral de la modernidad de Occidente.

Edipo es el nombre de una encrucijada, el momento deslumbrante en que un hombre se descubre asesino de su padre, esposo de su madre, hermano de sus hijos. Es el salvador de la ciudad y el criminal impuro que la mancilla. El más lúcido y el más ignorante de los mortales. El rey y el mendigo, el huérfano de tobillos mutilados (‘Oidi-pous’, “pie-hinchado”) y el héroe que derrota a la Esfinge. El indígena y el extranjero, el exiliado ciego portador de potencias extraordinarias. Edipo es el cruce de caminos contradictorios. No debería haber sido pero es, y recorre las posibilidades del ser humano de uno a otro extremo, de lo monstruoso a lo divino. El ojo abierto por él no se ha cerrado nunca.

Edipo es el nombre de un enigma. La invención en la ciudad griega del ‘theatron’, “lugar para ver”, fue el comienzo de un plan de visibilidad, de un mecanismo de exposición en el cual inscribir e interpretar las historias de la ‘polis’ a fin de llevar a un grado inédito de comprensión colectiva las acciones que en ella se desarrollan. Leonardo decía que la pintura es “cosa mental”, también lo son este plan y este mecanismo. Lo son al igual que el espacio de la escritura o de la geometría -puro medio de demostración abstracta, pública y accesible, abierta por derecho a todos-. En el repertorio trágico Edipo es el personaje en el que se plantea abiertamente la cuestión de la mirada, de sus poderes y de sus límites. El teatro griego abre la mirada: en el espacio desplegado se exponen, con Edipo, los límites de la mirada. Edipo, invención griega, es la figura teatral en quien se ha revelado la vocación (o la fatalidad) que vuelve contra sí misma la voluntad de ver y de saber.

Georges Lavaudant ya ha trabajado Sófocles anteriormente. ‘Ajax/Philoctète’ (1977) y ‘La mort d’Hercule’, a partir de ‘Les Trachiniennes’ (2007-2008), le han permitido familiarizarse con esta escritura tan particular, intensa y tranquila, lapidaria y atormentada. En torno a Edipo, Lavaudant ha deseado recrear una “trilogía imaginaria” a partir de tres tragedias que Sófocles dedicó al ciclo tebano: ‘Edipo rey’ y ‘Edipo en Colono’ -que ofrecen en díptico los puntos culminantes de destino del rey-monstruo- pero también ‘Antígona’, donde su imposible sucesión es llevada hasta límites catastróficos. Dos piezas, pues, en las que Edipo está presente, una tercera en la que desaparece para dejar que Creonte (su tío y cuñado, siempre presente a lo largo de la trilogía) suba al trono y se estrelle a su vez contra el muro abrupto de la tragedia. Pero es el conjunto del espectáculo el que revive la gran figura de Edipo -como si no cesara jamás, incluso más allá de la muerte, de volver en sueños sobre su propio destino-.

Daniel Loayza